Hay un segmento en el noticiero de televisión del canal 2 que no tiene nada de chistoso, pero que pretende serlo: terapia intensiva.
Ni es intenso ni es terapia. Pero el título me sirve de pretexto para estas líneas. Recién apareció un libro que sintetiza de manera por demás clara en qué consiste la participación ciudadana. El autor, Ulrich Richter Morales, toca diversos aspectos del momento político que vivimos. En una de sus partes nos dice que el país se encuentra en terapia intensiva, y que el cuerpo médico que lo debe atender se encuentra discutiendo al lado del quirófano, mientras el enfermo- México- se está desangrando; los enfermeros somos los ciudadanos que les gritamos a los doctores el grado de peligro del enfermo, pero los médicos no parecen responder. Los ciudadanos, en efecto, en algunos lugares gritamos, apelamos a los doctores, pero éstos siguen discutiendo. Por eso necesitamos algo más que gritar: una cultura cívica que involucre a todos los sectores en una acción que bien podría denominarse cruzada cívica de la ciudadanía. Ulrich dice que la formación de ciudadanía es muy simple: actuar, participar, exigir a los funcionarios públicos rendir cuentas, asociarnos, formar grupos u organizaciones ciudadanas, denunciar las arbitrariedades e ilegalidades, etcétera. Esa cruzada empieza desde la forma en que nos saludamos, que es una forma de reconocer la existencia del otro; pasa por las palabras, que deberían tener un sentido constructivo, por el respeto a las reglas de tránsito, por el respeto a las reglas ambientales- no tirar basura, por ejemplo. Algo de ello ya ocurre, e incluso podría decirse que es parte de nuestra idiosincrasia, pero no es suficiente. Hace falta implantar la materia de ciudadanía en los planes de estudio, materia que es distinta del civismo.
Esa materia debe enseñar el concepto de ciudadano, sus derechos y obligaciones, el origen del poder político, el significado del estado de derecho, la cultura de la legalidad, entre otros aspectos. Conociendo todos esos aspectos podremos renunciar a la imposición partidista en aspectos fundamentales que debían ser objeto de acuerdos entre las diferentes fuerzas políticas. Todos los partidos tienen un programa de máximos, pero ninguno puede pretender imponer esos máximos a los demás. El secreto de la convivencia está en la renuncia a nuestras exigencias máximas, hasta hacer nuestros programas compatibles dentro de un marco de respeto a las discrepancias. Si la ciudadanía informada y organizada se expresa, habrá adquirido un poder tan o más importante que el poder político, el ideológico o el económico, y entonces sí podrá ser un contrapeso a todos ellos. Nuestro enfermo país podrá entonces salir de la sala de terapia intensiva en la que se encuentra. Las herramientas del poder ciudadano van, pues, desde la educación en familia hasta el conocimiento de las reglas del poder y sus significados. Es una especie de viaje de lo privado a lo público que se da a partir de lo que hace el ciudadano. Como en un viaje, la ciudadanía requiere movimiento. Un ciudadano adormilado debe despertar para ejercer sus derechos, para participar real y constructivamente en la transformación de la sociedad. Partidos, ciudadanos, gobiernos y representantes. Todos caben en un jarrito sabiéndolos acomodar, pero hay que tener la intención de hacerlo para salvar al paciente de la terapia. No nos tardemos, porque se nos puede quedar en la plancha. La reforma política recién aprobada, que fue cuestionada por no incluir la reelección inmediata o la revocación de mandato, fue un avance, pero no es suficiente. Ahora hay que avanzar rápido, para evitar que se pasme en la parte reglamentaria de las candidaturas independientes, que algo habrán de servir para fortalecer el poder ciudadano.